domingo, 13 de septiembre de 2009

Destino

"Creo en el destino" es una de esas frases que todos hemos oído decir a alguien en alguna ocasión y que dudo mucho que nadie que la pronuncie entienda el significado de sus propias palabras.
Yo sí creo en el destino, en el de un tren o un avión. "Tren con destino Madrid", dice una voz por megafonía. O sea, que creo en Madrid, lo cual no implica que la ciudad exista necesariamente ni que el tren vaya a llegar, aunque confiamos en que sí.
Quien crea en un ser todopoderoso que domina y decide todos los acontecimientos, pensará que todo sucede según su designio, en cuyo caso aceptará que tiene un sentido del humor ciertamente macabro que los mortales no alcanzamos a comprender.
En caso contrario, no entiendo que alguien afirme que estaba destinado a tal cosa o que "el destino está escrito". Dónde y por quién, pregunto yo. Es una de esas cosas que, producto de la imaginación como es, no puede verificarse y, por lo tanto, no puede demostrarse lo absurda que es. Creo que hay mejores maneras de justificar los hechos que afirmando que una fuerza sobrenatural imprime necesidad a los acontecimientos. El pasado no se puede cambiar, pero eso no implica que las cosas tuvieran que ser necesariamente como fueron de hecho.
Entiendo la típica frase de abuela de "lo que tenga que ser será", pues la experiencia le ha demostrado ya la inutilidad de la voluntad humana. Pero decir que las cosas tenían que ser como han sido me parece la manera más simple y supersticiosa de eludir la responsabilidad. Quien dice cosas así no se considera, paradójicamente, como un muñeco que nada puede hacer manejado por un José Luis Moreno que mueve los hilos de las galaxias. Ni tampoco dudará en culpar a alguien cuando obre en su perjuicio. Y, sin embargo, afirma que su destino era trabajar donde trabaja o que alguien la palmara cuando la palmó.
Si existe un determinismo en la naturaleza, una concatenación de causas y efectos que nos obliga a actuar como actuamos, que nos obliga a reaccionar de una manera fija ante un determinado estímulo o motivo, no podemos saberlo por la infinita conjunción de causas y concausas. Cierto es que al soltar una piedra desde un edificio podemos determinar la velocidad a la que caerá y los destrozos que provocará. Que yo me tropiece con un bordillo por una concatenación inexorable de causas que se remontan al princpio del universo y que no podía evitarlo debido a que la libertad y el azar no son sino una ilusión, ya es más difícil de creer.
Parece que la mecánica cuántica admite la exitencia del azar, aunque nunca sabremos si esta palabra sólo designa nuestro desconocimiento de ciertas causas. Si yo podría haber actuado de diferente modo, o si determinados neurotransmisores, o lo que sea, en mi cerebro, no podían reaccionar de otra manera que como lo hicieron, es difícil de precisar.
Pero si me cago en la madre del subnormal que mi hizo aquello, y me cabreo porque no me llamaste o porque el tren ha llegado tarde, no voy a ser tan incoherente como para decir que tal cosa no podía ser de otra manera, ni ha resginarme como un abuelo que observa imperturbable el transcurrir de los acontecimientos.
De momento, lo poco que sé es que mi destino es la cocina, que ya voy teniendo hambre.

1 comentario:

Inma Cañete dijo...

Algunas cosas están bajo nuestro control y otras, sencillamente no.¿Cuál de las dos es el verdadero destino? Si el destino está escrito, a ver dónde está que voy a cambiar unas cuantas cosas. Porque me da la gana, que lo acabo de escribir.